Sucedió en La Coruña y no me
lo contó el viento. Fue mi hija quién me puso en antecedentes y pensé que quizá
podría ayudar. Acababan de atropellar a un perro y su dueño lloraba con
desconsuelo. Apenas nos separaban cien metros del
lugar del suceso, en la calle Juan Flórez. Efectivamente, allí estaba, seguía allí, tendido
en la acera sobre un charco de sangre. Era un bull terrier blanco de unos seis
meses que pertenecía a un chico de unos veinte años que maldecía su suerte. Su
padre, de unos cincuenta años, acababa de llegar. Se desahogaba
gritando a tres policías municipales por su ineficacia. El pobre can agonizaba desde
hacía media hora sin que nada hiciesen que cambiase aquella muerte anunciada.
Fue todo un despropósito. Un descuido del joven, un atropello de un coche que
no se detuvo. Alguien tomó la matrícula. Pero, sobre todo, había una autoridad desconcertada, sin un protocolo
para actuar ante un hecho semejante y un perro que se despedía del mundo de los
vivos. Acaricié al animal buscando su respiración y latidos. Creo que estaba a punto
de irse, pero le quedaba un hilo de vida. Una hora antes era un cachorro alegre, vigoroso, juguetón. Los municipales llamaban a
veterinarios de la zona que contestaban que les acercasen el cachorro a la
clínica. No digo que no mostrasen pena por lo ocurrido, pero se mostraron
totalmente ineficaces y distantes. No podemos hacer nada, tienen que quitar al
perro de la acera, sentenciaron. Eso fue lo que decidieron después de marear la
perdiz durante unos cuarenta minutos eternos. Disponíamos de una toalla que nos
facilitó una peluquera cercana. El perro ya no respiraba y su corazón no latía. Tenía
la cabeza destrozada, con los sesos sujetos sólo por la piel, pero fuera del
cráneo. Probablemente no sufrió demasiado, pues perdió la consciencia en el momento
del impacto. Probablemente, nada se podría haber hecho. Eso les transmití a los dueños más por consuelo que por conocimiento. Les ayudé a colocar al perro, que
en realidad era hembra, sobre aquella toalla. El animal estaba caliente y desprendía ternura, pero todo había terminado. Fue lamentable, triste,
surrealista …. ¿Algo así ocurriría en París o Londres? ¿Realmente somos Europa? Sugiero que la próxima vez que ocurra algo semejante tengan unas pautas que seguir. Algo que transmita confianza y seguridad a los viandantes. Al fin y al cabo, se trata de vidas, aunque no sean personas.
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